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jueves, 28 de junio de 2012

Episodio 005: Margarito Ledesma, o una tradición secreta



Margarito Ledesma es un  caso anómalo en la tradición literaria de nuestro país. La elite literaria, esa que piensa sólo existe una cultura: la alta, la culta, la heredera de modos y modelos culturales aprendidos y mimetizados acríticamente, ha ignorado su obra, su mensaje, distante de la cultura y las formas establecidas en una cultura centralizada y que ve cómo el país entero, a través de la ciudad de México como modelo a seguir, comienza a urbanizarse. Por eso la aparición de un autor que abiertamente se presentaba a sí mismo como “humorista involuntario” y que habla aún del campo, de los campesinos, de los indios vestidos de manta, tenía que despertar algo entre la comunidad literaria nacional: no exactamente sospechas, sino desdén, desprecio apenas ocultado.
Y visto en retrospectiva ─algo que ningún crítico ha señalado hasta el día de hoy─, no parece casual que su único libro, Poesías de Margarito Ledesma, humorista involuntario, haya aparecido en una fecha tan importante para esa cultura de elite como 1950. Es el año en que aparece El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, que como se sabe, no sólo hurta de diversas fuentes sus reflexiones sin darles crédito a sus autores, sino que se convierte en la referencia y la lectura obligada para todo aquel que quiera o pretenda entender qué es el mexicano. Libro de una seriedad absoluta, no parece extraño entonces que en alguna ocasión Heriberto Yépez se haya referido a Paz como la versión culta de Cantinflas. En este cantinfleo cultural de Yépez, él mismo no se percata que no anda tan perdido en esta calificación, pero su pertenencia a esa cultura de elite a la cual también pertenece Paz, le impide observar y profundizar en su intuición.
De modo que podría pensarse, tal vez abusivamente, que la respuesta a esta creciente cultura de elite, tan segura de sí misma, tan autosuficiente de sus relaciones y recursos, tendría que ser una manifestación cultural que pusiera en entredicho la seriedad, la autoconfianza con que se protege. Una suerte de metáfora nacional del relato del traje nuevo del rey. Pero eso es exactamente lo que hace Margarito Ledesma. O más bien, su autor: Leobino Zavala, quien dejó en nuestro mundo su creación para que en algún momento alguien se percatara de su existencia y relevancia. Y eso es lo que hizo y ha hecho Óscar Cortés Tapia. Ha hecho lo que ningún académico se atrevió a hacer: estudiar y buscar la fuente que dio origen a tan singular personaje.

Por supuesto, con Margarito Ledesma concurren no sólo el desprecio de la alta cultura literaria, sino también las pretensiones eruditas de los no entendidos, al grado de señalar que ese fue el pseudónimo de su autor, Leobino Zavala, lo cual dista mucho de ser verdadero, o que es un elogio de la vida campesina, un taimado canto bucólico de un mundo que empezaba a desaparecer. Como atinadamente ha señalado Cortés Tapia, nada más lejos de ello en la intensión del autor. Hay que leer entre líneas para percatarse que en ese abierto “humorismo voluntario” del personaje radica el meollo de su complejidad.
La estirpe de Margarito Zavala ─de quien hay quienes incluso señalan haberlo conocido, o tener fotos de la casa donde nació─ es la del Don Quijote, sin ir más lejos, y su actitud es la misma. De forma similar a como Cervantes presenta a su personaje como alguien que ha perdido la razón por leer novelas de caballería, Zavala presenta al suyo como alguien que hace cantos bucólicos, señala las envidias y mezquindades de quienes le rodean, en medio de la ingenuidad y el candor más hilarantes.
Personaje entrañable pero de dimensiones inadvertidas para la alta cultura de nuestro país ─que por obvias razones no quiere verse al espejo─, Margarito Ledesma es un caso único en nuestra literatura, y debemos a Oscar Cortés Tapia el empeño y fortaleza para hacer lo que nadie quiso hacer en más de medio siglo: estudiar e ir hacia la fuente de origen del personaje y presentarlo, reintroducirlo. Quizá aún hay mucho por hacer, indudablemente. Explorar los extremos de esa cultura libresca que tanto fascina como el canto de una sirena, y revisar cómo es que un diputado, Leobino Zavala, fue capaz de dar a esa cultura una sopa de su propio chocolate.
Por lo pronto, el lector de sus poemas no deberá perder de vista que esa declarada ingenuidad del personaje es sólo una máscara, como la locura del Quijote, o el sastre del rey, y deberá pensar en su responsabilidad como lector, olvidar que el campirano canto simple y llano del personaje es algo más que un bucolismo tardío.





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