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jueves, 21 de junio de 2012

Episodio 004: Los caminos secretos de la escritura: Fernando Solana Olivares

En la historia de la literatura mexicana del pasado siglo, con pocas excepciones, uno puede constatar, en especial cuando se revisan los casos de escritores que decidieron quedarse en los sitios donde nacieron, que lo que no sucedía en la ciudad de México, simplemente no sucedía. No son pocos los casos de escritores, quienes escribiendo desde la periferia que significaba hacerlo desde el interior de la república mexicana, estaban de hecho condenados a perderse, a ser ignorados, y si bien les iba, y les fue, a convertirse en pequeñas glorias locales, grises eminencias de las cuales sólo unos cuantos sabían. Había que emigrar a la ciudad de México y renegar del terruño, so pena de convertirse en estatuas de sal, sin porvenir. Así, los escritores secretos, parecen aguardar a que alguien los descubra y les permita llegar a sus lectores. Engañados por el canto de las sirenas, la mayoría de nuestros escritores buscan la consagración inmediata, el fácil reconocimiento de las capillas literarias a la vieja usanza priísta: los dedos admonitorios que revelen, unánimemente, el gran relevo literario, el nuevo genio en el que nadie había reparado. Pero ir en sentido inverso, dirigirse a la periferia, podría verse como un acto suicida, la deliberada decisión de alejarse del bullicio licencioso del mundo literario que se consume en la búsqueda de la más nueva novedad editorial, del escritor o editorial de moda.

Durante el Medievo, dirigirse a los confines de la civilización conocida, los bosques, era una forma de buscar caminos iniciáticos: alejarse del mundanal ruido. Lo mismo ocurría durante los tiempos de Cristo. Dirigirse al desierto para alcanzar grados de ascesis inalcanzables entre los simples mortales, enfrentarse a los demonios, físicos y simbólicos, que acechan a quien de esa manera se aísla. La cuarentena moderna proviene de estos actos de aislamiento, ascesis y posible revelación. Aislarse, en este sentido, significa no tanto negar el mundo de la vanidad literaria, sino, como ocurría a menudo entre quienes se dirigían al bosque oscuro y tenebroso, enfrentar lo más terible que hay: uno mismo. Tal vez en esos vagabundeos, muchas veces iniciáticos, algunos privilegiados regresaban purificados, renovados en su interior, con un nuevo espíritu, sin temor a los resplandores del mundo cotidiano, fatigado en sus muchas faenas y afanes.
Esta podría ser la divisa de la escritura de uno de nuestros escritores mayores: Fernando Solana Olivares. Hace ya bastante que se dirigió a su desierto personal, y aunque mantiene contacto con el mundo literario que nos rodea, no cabe duda que su escritura nos revela a un autor escepcional, único entre nosotros. Creador que ha escrito novela, cuento, obras de teatro, diálogos e incluso traducciones , toda esta variedad de géneros posibles nos hablan no de alguien multifacético, sino más bien de un escritor polivalente, cuya prosa, por una casualidad granatical posible gracias a los teclados para procesadores de textos modernos, porosa, parece más bien poliédrica.

Geometría literaria que lo diferencia de la prosa utilitaria de nuestros días, la suya me recuerda, en los ensayos de su libro Cuarenta y nueve movimientos, a la del joven Mircea Eliade, quien en su prosa temprana de Fragmentarium, un libro que edité hace más de diez años y pasó despaercibido, nos ofrece esa clase de escritura libre de amarras, casi como apuntes a vuela pluma, a veces laberínticos aforismos proyectados hacia un etcétera, hacia un "continuará" que nunca es promesa de completud más que a través del extraño símbolo final: ...

La suspensión temporal de un discurso que no promete sino una pausa, un detenerse para volver a iniciar la marcha. ¿A dónde? No importa a dónde. Esa prosa ligera del joven Eliade no regresaría jamás: su interés por la sociología y la historia de las religiones le llevaría por otros derroteros. Pero la prosa de Fernando Solana es, en ese sentido, puntualmente heredera de aquélla, y poco importa si en los hechos la suya estaba consciente de esa herencia o vaso comunicante que la hermana. Porque lo realmente relevante es esa hermandad en la búsqueda de un sendero, en el trayecto, en la posibilidad de elegir de entre los cientos, o tal vez miles, de itinerarios posibles, uno sin importar hacia dónde lleve. Pero si no importa el destino, sí importa la aventura de emprender el viaje. Como en esas crónicas de viajeros del siglo XIX y principios del XX, recordada por Eliade en el mencionado libro, cuando la práctica de viajar no implicaba ni agencias de viaje ni, mucho menos, como nos recordara algún editor británico hace mucho, el uso de pasaportes.

En ese sentido, no es extraño que los ensayos de este libro nos ofrezcan un retrato preciso de su autor: no la línea recta de la reflexión investigativa, sino más bien la del fractal que se multiplica sin orden aparente pero entre pliegues casi naturales, en un retroceder para avanzar, en un ejercicio donde  la prosa se fragmenta de manera casi aforística, y donde la huella de Nietzsche, no menos que la de Liechtenstein, resultan evidentes, y en donde la pluma del escritor deja de preocuparse por los géneros literarios: del aforismo al ensayo, de la pieza o apunte teatral al diálogo, de la crónica al cuento, de la búsqueda al encuentro, de la unicidad del mundo a la de la prosa, a la de la escritura liberada de sus ataduras. En una palabra, del desierto al nuevo mundo revelado, del sonido al silencio de la revelación, o del éxtasis, exactamente como intuyó Bach en el silencio final de su obra maestra: el arte de la fuga. En ese silencio final se conjuga toda la expresividad del genio que había en él, y que supo ver, un día, que más allá de lo escrito, en el silencio, está la respuesta buscada. Pero eso no se sabe hasta que se escucha. ¿Qué? La nada.

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